Bullshit games: más partidos, menos fútbol

Liga de Campeones, Copa del Mundo, Mundial de Clubes, Liga de Naciones: ¿para qué sirven los cientos de partidos que nos ofrecen estas competiciones en constante expansión? Para nada, precisamente.

El mayor misterio del fútbol actual se resume en una sola pregunta: ¿por qué hay tantos partidos? El viernes, el sorteo de los grupos de clasificación para el Mundial 2026 fue como un vía crucis. Treinta años después del Mundial del 94 (y sus cambios en las reglas para complacer a las cadenas estadounidenses), el nuevo formato añade al circo habitual una confusión generalizada. Aguanten la respiración: 3 países, 16 ciudades anfitrionas, 12 grupos de 4, 8 mejores terceros clasificados (de 12) y un total de 104 partidos.

El sorteo de las eliminatorias de la zona europea de la semana pasada es solo el aperitivo de la indigestión que se avecina. Debido al solapamiento con una competición internacional a la que se le añadieron cuartos de final y play-offs (la Liga de Naciones), el sorteo no sorteó nada en absoluto. ¿Por qué? Porque el resultado final de esa competición, que nadie comprende, determinará el sorteo de otro cuadro igualmente nebuloso. Ni hablar del nuevo formato de la Liga de Campeones, diseñado por un algoritmo, o del Mundial de Clubes organizado por un hombre en zapatillas blancas. Por una vez, el sentido común está en boca de Deschamps: “Es complicado de entender para mucha gente.” No entender nada es, precisamente, el proyecto.

“El fútbol es unidad”

Desde el Mundial de 1994 y el ascenso de la FIFA, las competiciones han cambiado de propósito. Durante años, las organizaciones deportivas internacionales se asemejaban a reuniones de Lords encargados de formar y administrar una élite de clubes y federaciones bajo su custodia. En nombre de esa élite que representaban, no se trataba de abrir las competiciones al gran público, sino de limitar el acceso tanto como fuera posible para preservar su prestigio. Es la definición estricta de un club: cerrar las puertas a quienes no pertenecen.

Bajo el impulso de Joseph Blatter y luego de Gianni Infantino, las competiciones internacionales cambiaron de naturaleza (y de banquero). Al pasado aristocrático de los happy few, que se reunían para unos pocos momentos gloriosos (el inolvidable Mundial de 1970 tuvo solo 32 partidos), le ha seguido una época de fútbol hiperbólico. El efecto principal: a medida que aumenta el número de partidos, la noción de “participación” se vuelve cada vez más difusa (¿qué hace el Inter Miami, campeón de nada, en el Mundial de Clubes?). Ya no se participa por ser el mejor, sino por ser diferente. La inclusión ha reemplazado al mérito. Así es como, de repente, el Mundial se ha convertido en un circo en el que el payaso principal, Gianni Infantino, comenzó a hablar como Jesús Cristo: “Tenemos el deber de unir. Es nuestra respuesta a las agresiones, al odio y a los conflictos. El fútbol es unidad. No importa de dónde venimos; solo cuenta el color de la camiseta, sea a nivel de clubes o de selecciones nacionales.” Si el deporte, por confesión del propio Gianni, ya no es el objeto, ¿cuál es entonces el valor de un club cuyas puertas siempre están abiertas?

“Tenemos el deber de unir. Es nuestra respuesta a las agresiones, al odio y a los conflictos. El fútbol es unidad. No importa de dónde venimos; solo cuenta el color de la camiseta, sea a nivel de clubes o de selecciones nacionales.”

Reparadores de problemas falsos

La realidad de las audiencias demuestra que este mesianismo no cala entre los más jóvenes. La resistencia aún no es general, pero, como siempre, comienza en Europa. Las audiencias del fútbol entre los jóvenes de 16 a 24 años son malas en todas partes (encuesta ECA de 2020: el 28% de los menores de 25 años se declararon “fanáticos” o “particularmente fanáticos” del fútbol, frente a más del 35% entre las generaciones mayores). Para comprender este hastío, debemos volver a un famoso artículo del antropólogo David Graeber sobre los “bullshit jobs” (bien conocido por esta generación). Cientos de trabajos para los que nos preparamos no sirven de mucho, salvo para mantenernos ocupados (marcadores de casillas, gestores inútiles, reparadores de problemas evitables…).

Bienvenidos a los “bullshit games.” Este concepto designa todos esos partidos que se celebran bajo el pretexto y la apariencia de la competición, pero que en realidad sirven a otro propósito: la politización de la FIFA (si somos amables), o la codicia de sus miembros (si somos crueles). Cualquiera que haya echado un vistazo al perfil de Instagram de Gianni Infantino sabe de lo que hablamos: las competiciones ya no se organizan para celebrar la gloria de los participantes, sino la de su organizador. Si el formato eliminatorio fue el aspecto privilegiado por los inventores de la Copa de Europa y el Mundial de antaño, es porque la idea de riesgo es consustancial a la competición. Si nadie pierde, ya no es un deporte: es un programa de televisión.

En el fondo, al servir intereses que poco tienen que ver con el fútbol, los bullshit games se basan en una angustia de calvo con zapatillas Stan Smith: el miedo a perder.

Thibaud Leplat

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